La académica del MBA USACH, Denise Laroze, PhD en Gobierno de la Universidad de Essex, Reino Unido, e investigadora afiliada del Centre for Experimental Social Science (CESS) de la Universidad de Santiago de Chile escribió una columna de opinión sobre los «Desafíos en materia de pensiones» en el diario eldesconcierto.cl.
La legitimidad no sólo es importante para satisfacer las demandas sociales coyunturales, sino que es integral al adecuado funcionamiento del sistema de pensiones. Independiente de que los recursos los administre el Estado o los privados, un sistema de pensiones necesita que personas en edad activa contribuyan un porcentaje sustantivo de sus ingresos para una vejez que les cuesta imaginar. Para lograrlo es imperioso que las y los ciudadanos confíen en que el regulador, y quienes administren los recursos de las pensiones, tengan mecanismos de rendición de cuentas efectivos e interés de protegernos de los riesgos de inversión, de longevidad, e inequidades de género, asignando los beneficios de pensión en forma equitativa.
Uno de los grandes desafíos de la reforma de pensiones es que el nuevo sistema sea legítimo y sustentable. Conceptos que en muchos debates de pensiones parecen ser erróneamente considerados antagonistas, reduciéndose la legitimidad al monto de la pensión básica asegurada, y la sustentabilidad, a controlar que el ítem de pensiones no se transforme en una carga financiera (para públicos y privados) que obstaculice el desarrollo del país. Esa visión antagónica ha permeado las negociaciones de pensiones de los últimos gobiernos, obstaculizando la formación de acuerdos a pesar de que las propuestas tenían grandes coincidencias en el marco normativo de los cambios aceptables. Hoy el escenario es distinto, las reglas del juego están borrosas, las certezas del pasado ya no existen, y se hace imperativo reconocer que se necesita tanto legitimidad como sustentabilidad para sacar adelante la reforma que tanto demanda la ciudadanía.
La legitimidad no sólo es importante para satisfacer las demandas sociales coyunturales, sino que es integral al adecuado funcionamiento del sistema de pensiones. Independiente de que los recursos los administre el Estado o los privados, un sistema de pensiones necesita que personas en edad activa contribuyan un porcentaje sustantivo de sus ingresos para una vejez que les cuesta imaginar. Para lograrlo es imperioso que las y los ciudadanos confíen en que el regulador, y quienes administren los recursos de las pensiones, tengan mecanismos de rendición de cuentas efectivos e interés de protegernos de los riesgos de inversión, de longevidad, e inequidades de género, asignando los beneficios de pensión en forma equitativa. Si eso no se da, y la promesa por la que se está “pagando” con las imposiciones mensuales no es creíble, difícilmente se van a lograr el nivel de contribuciones necesarias para cumplir los objetivos; y un modelo basado sólo en las contribuciones obligatorias de los asalariados no es legítimo. Porque el sistema necesita la confianza de todos y todas para funcionar, es que es fundamental que estemos convencidos que el modelo nuevo es capaz de superar los males asociados a las AFP. Sin contribuyentes que confíen, no hay sistema pensiones.
Ahora bien, el legitimo derecho a pedir una pensión de calidad se enfrenta con realidades ineludibles que ponen el riesgo la sustentabilidad del sistema, la edad de jubilación y el monto del ahorro. Por muy impopular que sea, la edad de jubilar tiene que subir, gradualmente, pero tiene que subir y equipararse entre hombres y mujeres. El envejecimiento de la población es una realidad tan evidente como el calentamiento global; no lo vemos a diario, pero todos los días aumenta. Las probabilidades de que vivamos hasta pasados los 85 años ha aumentado drásticamente, más aún si uno es mujer, aumentando la cantidad de ahorros que se necesitan para financiar una pensión hasta la cuarta edad. Estimaciones recientes sugieren que para lograr una pensión equivalente al 50% del sueldo uno debería ahorrar al menos un 17% del sueldo durante 30 años y, más probablemente, cerca del 20% durante 40 años de vida laboral. Esos números son desalentadores, sobre todo para la mayor parte de la población activa que está más preocupada por pagar los gastos del presente que los que podría tener cuando sea adulto mayor. Para muchos, los llamados a ahorrar voluntariamente son una ilusión y es más razonable pensar en trabajar hasta una mayor edad que ahorrar más en el presente. Claro, siempre que la salud lo permita.
La historia de esta reforma solo terminará cuando se llegue a un acuerdo entre las partes que incluya cambios suficientemente grandes como para convencer a la población de que estamos ante un modelo nuevo con un origen legítimo, pero que a su vez tenga la institucionalidad y las estructuras para asegurar la sustentabilidad. Sin legitimidad no habrá acuerdo de corto plazo, sin sustentabilidad no se le puede pedir a las y los trabajadores activos del presente que crean promesas de largo plazo.